La hegemonía progresista desafiada por las nuevas fuerzas de derecha
El contraataque
Gabriel Vommaro
El Diplo
Las nuevas derechas regionales crecen a partir de una agenda institucional y anti-corrupción y la
decisión de aceptar el piso de derechos sociales construido en la última década. Aunque incipiente,
su ascenso obliga a repensar los modos de definirlas.
Las derechas latinoamericanas debieron lidiar en estos años con importantes desafíos: si ya habían
superado en buena medida el lastre de su pasado autoritario, la década del 2000 trajo una
hegemonía de gobiernos de izquierda y nacional-populares poderosos electoralmente, que hicieron
del neoliberalismo su principal antagonista. En este contexto, las derechas de la región, para ser
competitivas electoralmente (1), debieron lograr al menos dos cosas: encontrar un espacio de
representación bien definido, por fuera del proyecto que representaban las fuerzas de izquierda en
el poder, y, al mismo tiempo, aceptar como piso los bienes colectivos conquistados por dichos
gobiernos para proponer una redefinición de la relación entre el Estado y la sociedad. En definitiva,
debieron aceptar una cierta "derrota" en el plano de las ideas mientras ensayaban una crítica
institucional capaz de construir mayorías.
Fue la agenda institucional -"republicana", si reducimos el concepto a su interpretación más liberalla
que permitió elaborar una crítica más o menos consistente a esos gobiernos y la que también
permitió delimitar los contornos de lo no representado por las fuerzas políticas de izquierda, que
tendieron a concentrar el poder en los Ejecutivos y a reformar algunas instituciones con un sentido
democratizador no siempre bien argumentado (los medios de comunicación, la Justicia). En muchos
casos, como en Argentina, Ecuador y Venezuela, esto despertó el rechazo de los actores más
poderosos de esas instituciones -lo que se suele llamar "intereses sectoriales"- y de buena parte de
la ciudadanía.
Esta agenda institucional de las nuevas derechas servía también para hacer pasar la crítica al
intervencionismo estatal como lucha contra el autoritarismo, en consonancia con un argumento
clásico de los tiempos de la Guerra Fría. Asimismo, la agenda institucional encontró en las
denuncias de corrupción uno de los pilares en los que asentar esa crítica a los abusos de un poder
que se juzgaba demasiado concentrado. Si muchos partidos y líderes progresistas llegaron al poder
con una crítica a la clase política en base a la idea de que su permeabilidad a los poderes
económicos se traducía en prácticas corruptas, esta agenda se fue abandonando paulatinamente,
de modo que quedó disponible para las fuerzas de oposición en general, y de centroderecha en
particular. La agenda anticorrupción perdió sus aristas críticas a la connivencia entre actores
políticos y actores económicos y fue redefinida como una lógica de construcción de poder estatal
contra la sociedad.
De este modo, las fuerzas que desde el Estado avanzaban con estrategias de protección de los
ciudadanos mediante la expansión de los derechos sociales y culturales comenzaron a aparecer
como amenazas a esa ciudadanía, en su denunciada voracidad depredadora de lo público.
(sigue en el link)
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