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El ascenso electoral de Vox en Andalucía ha despertado la «alerta antifascista»
Barbaria 20/12/18
Mientras Podemos llama a la creación de un frente popular y Susana Díaz recoge el guante, uno casi acaba olvidando el asesinato de Mbaye, el mantero senegalés al que el Ayuntamiento de Carmena persiguió como a una presa de caza hasta provocarle un infarto. También olvida, casi, los aspavientos de Kichi, el alcalde “anticapitalista”, al defender los puestos de trabajo que proporciona la venta de 400 bombas de precisión para que Arabia Saudí pueda seguir masacrando al proletariado en Yemen.
Con la solemnidad de Pablo Iglesias llamando a la unidad antifascista, uno podría olvidar a Pedro Sánchez arrancándose los botones de la camisa para sacar pecho frente a todas las cámaras de Europa con la acogida del Aquarius, para después ir barriendo a los refugiados discretamente bajo la alfombra y acabar anunciando que Libia es, en realidad, un puerto segurísimo al que enviar a los migrantes que no hayan muerto en el naufragio.
Por supuesto que hay diferencias entre Vox y estos personajes. Si no las hubiera, la alternancia política dejaría de funcionar y el sistema parlamentario perdería buena parte de su gracia. Entre Vox y Podemos —como entre Lula y Bolsonaro, Sanders y Trump, Le Pen y Mélenchon— hay una fuerte base común, aquella que te proporciona el reproducir y perpetuar la catástrofe capitalista desde la poltrona parlamentaria, pero sus diferencias son de gran valía para que continúe el juego de marionetas.
Por un lado, Podemos y sus “comunistas” chavistas, que amenazan la unidad de España (1), han sido de mucha ayuda a Vox para saltar al Parlamento andaluz. Por otro lado, Vox puede ser de una ayuda inestimable para el frente antifascista de Podemos y el PSOE de cara a las elecciones generales. De ahí que se le dé tantas vueltas a la abstención, se le acuse de todos los males de este mundo y se espolee al ciudadano medio, como a los caballos, para que ejercite sus derechos y elija convenientemente a su negrero.
En verdad, si asistimos a la emergencia de fuerzas de extrema derecha a nivel mundial, ello hace parte de un proceso mucho más amplio en el que tanto izquierda como derecha participan activamente. En este proceso podemos identificar dos fenómenos paralelos que se alimentan entre sí: el aumento de las tensiones imperialistas y el ascenso del identitarismo.
La catástrofe social y ecológica que caracterizó al capitalismo desde sus comienzos está alcanzando cotas nunca vistas en la historia de las sociedades de clase. La automatización de la economía, la expulsión masiva de trabajo, los sectores cada vez mayores del proletariado que se convierten en «población excedentaria», el agotamiento de recursos generalizado —agua, suelos, minerales, energía— y el caos climático que genera problemas en las cosechas, plagas y desastres “naturales”, todo ello hace imposible no ver que el sistema capitalista nos aboca a una destrucción de la vida en proporciones nunca vistas.
Nos encontramos ante un sistema que se funda en la explotación del trabajo asalariado y que, sin embargo, por su propia lógica, cada vez tiene menos trabajo que ofrecer y por tanto que explotar. Una sociedad de trabajadores sin trabajo que se consume a sí misma. Una sociedad donde las cosas organizan la vida humana en forma de mercancías y capital, donde la lógica que la dirige no es una lógica humana sino abstracta, automática, que tiene que ampliar la producción de capital cueste lo que cueste, caiga quien caiga, y que sin embargo cada vez tiene más dificultades para hacerlo.
En todo esto, la burguesía no es sino un triste funcionario del capital. Por eso intenta gestionar este desastre de la única manera en que sabe hacerlo: con la lucha feroz por el reparto de un pastel cada vez más pequeño.
Esta lucha se realiza de muchas maneras, desde la guerra abierta en Siria hasta el aumento de aranceles por parte de EEUU, desde la nueva ruta de la seda de China y sus acercamientos a la UE hasta el aumento generalizado del gasto militar a nivel mundial. Pero para que este incremento de las tensiones imperialistas pueda llevarse a cabo, es necesario espolear las pasiones nacionalistas y disolver toda frontera de clase: todo nacionalismo, sea español o catalán, kurdo o estadounidense, es la defensa de la propia burguesía frente a la ajena y la preparación del proletariado para ser usado como carne de cañón en una guerra imperialista.
En este contexto no hay grandes diferencias entre la izquierda y la derecha. Que nadie se sorprenda si Syriza gobierna con ANEL, si la Lega Nord lo hace con M5S o si Cristina Kirchner aplaudió alegremente la llegada de Trump al gobierno. La defensa de la soberanía nacional los une a todos, y lo hace frente a los sectores de la burguesía internacional que más se están beneficiando de la inevitable globalización y de la concentración de capitales que genera esta crisis permanente del sistema. El llamado «rojipardismo» tiene su base en la defensa del Estado-nación que caracteriza a la socialdemocracia y que le lleva, en la exacerbación de la lucha imperialista, a hacer frente con quien sea para llevarla a cabo.
Al mismo tiempo, asistimos a un proceso de descomposición social sin precedentes. Las guerras, la expulsión de trabajo y la precarización de la vida por el agotamiento de los recursos —en suma, la catástrofe capitalista— generan situaciones de anomia social y movimientos migratorios masivos, frente a los cuales la burguesía tiene una posición ambivalente. La migración —legal e ilegal— facilita una buena cantidad de carne fresca, jóvenes obligados a venderse por un salario de miseria que vienen que ni pintados ante la bajada constante de beneficios de la burguesía y el progresivo envejecimiento de la población en Europa y EEUU.
Pero al mismo tiempo, los Estados necesitan regular su entrada para que la situación no se les vaya de las manos ni se generen mayores tensiones sociales en tiempos de crisis, así como para perpetuar la separación entre el proletariado nacional, que gozaría del privilegio de la ciudadanía, y el proletariado extranjero, que solo puede justificar su existencia en el territorio aceptando niveles de explotación que sería más difícil imponer de otra manera. En esta actitud ambivalente, vemos que la cuestión migratoria es usada como herramienta política en uno y otro sentido. Así, las medidas brutalmente anti-migratorias de Hungría, Austria, Italia y Eslovenia adquieren un carácter anti-establishment contra el eje franco-alemán, y el eje Merkel-Macron se erige como el huésped humanitario que solo busca una gestión “segura” de los movimientos migratorios mientras la externaliza al Magreb o a Turquía, a golpe de billetes, y aplica medidas cada vez más duras de expulsión de sin papeles y cierre de fronteras en sus respectivos países. Al mismo tiempo, Tsipras se ha convertido en el mejor aliado de Alemania en este asunto, de la misma manera que en otro continente López Obrador está haciendo el trabajo sucio por Trump en la caravana de migrantes proveniente de Honduras.
Pero todo esto no responde simplemente a los problemas de gestión de la burguesía. En un contexto donde la lucha de clases adquiere un carácter explosivo pero evanescente, donde nos es difícil aún sacar lecciones del pasado, mantenernos organizados y afrontar el siguiente embate de manera más sólida, la catástrofe capitalista parece insuperable. Seguramente nunca como ahora el capitalismo se encontró tan en crisis. Tampoco nunca como ahora la posibilidad y la necesidad de la revolución fueron tan negadas. Frente a la anomia social en que el capital hunde a amplios sectores del proletariado internacional, las propuestas securitarias y patrioteras de Bolsonaro o de la extrema derecha europea toman fuerza como alternativa, de la misma manera que ante la expulsión de trabajo y la precarización de la vida un líder fuerte como Trump puede ser visto como una solución con sus políticas proteccionistas, sus guerras comerciales y su promesa de volver a hacer grande a América. De otra forma, el ascenso al que estamos asistiendo en las últimas décadas del evangelismo o del islam más ortodoxo responde también a una necesidad social creciente, satisfecha por la capacidad de la religión para ofrecer una comunidad ficticia frente a la debacle social, la atomización y la fragilidad material y psicológica en la que nos deja este sistema de explotación.
A otra escala mucho más pequeña y minoritaria, pero con peso en muchos círculos militantes, la ideología de la derrota que nos venden en las universidades y que se hace cada vez más presente en los debates públicos, la llamada «postmodernidad», hace de cada esfuerzo por luchar contra una totalidad que nos asfixia una multiplicidad de identidades en constante competencia o, sólo con suerte, unidas en algún precario frente interseccional de “lucha”
Frente a la dificultad de afrontar como clase este sistema, se nos separa en razas, formas de vivir nuestro sexo, formas de vivir nuestra sexualidad, estados de salud mental, etc. Seguramente, de entre todas estas separaciones la más peligrosa y reaccionaria es la corriente racialista, que sustituye la nación por la raza y retoma la ideología de liberación nacional para llamar a una confrontación constante del proletariado «racializado» con el que no lo estaría, así como una negación directa de que existan clases sociales en su seno. Ante la ausencia de perspectivas de clase, el identitarismo gana peso y alimenta sus propias causas, separando al proletariado en naciones, razas o religiones e integrándolo en las luchas interburguesas por el reparto del pastel.
Tanto la izquierda como la derecha hacen parte de este juego. Si la derecha y su ala radical plantean abiertamente sus objetivos, los del capital, la izquierda cumple su rol ocultando los nuestros.
Una clara muestra de ello es la extensión del término «fascista» a toda fuerza política abiertamente reaccionaria, falacia histórica que no sólo impide comprender el fenómeno del fascismo como una fuerza progresista del capital, como un brutal vector de modernización capitalista, sino que al mismo tiempo permite justificar y reproducir la ideología antifascista, que recupera la lucha contra toda expresión del capital para dirigirla sólo contra algunos de sus efectos, pero jamás contra la causa misma
Sin duda hay diferencias entre la izquierda, la derecha y la extrema derecha, pero si asistimos a una creciente profundización de las contradicciones del sistema capitalista, si sufrimos sus estragos a nivel social, ecológico e individual, la única manera de luchar contra ello es hacerlo como un todo. La lucha de nuestra clase es siempre la misma: la lucha contra el capital y sus gestores, agiten la bandera que agiten.
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