por Thierry Meyssan
Thierry Meyssan: Mi análisis es exclusivamente político. No me pronuncio sobre las cuestiones médicas sino únicamente sobre las decisiones políticas.
Una epidemia es generalmente un fenómeno de la naturaleza pero también puede ser un acto de guerra. El gobierno chino pidió públicamente a Estados Unidos que aclare por completo lo ocurrido con el laboratorio militar estadounidense de Fort Detrick, mientras que el gobierno de Estados Unidos ha pedido también transparencia sobre el laboratorio de Wuhan. Por supuesto, ninguno de los dos países ha aceptado abrir sus laboratorios. No es una cuestión de mala voluntad sino una necesidad política. Es probable que el asunto no pase de ahí.
En todo caso, no tiene importancia ya que, a medida que pasa el tiempo, esas dos hipótesis parecen erróneas: ninguna de las dos potencias controla el virus. Desde un punto de vista militar, no es un arma sino una plaga.
¿No excluye usted que se trate de un virus escapado de uno de esos laboratorios?
Eso sigue siendo una hipótesis pero no conduce a ninguna parte. Si se trata de un accidente entonces hay individuos que son responsables y Estados que son víctimas pero no culpables.
¿Cómo evalúa usted las reacciones políticas frente a la epidemia?
El papel de los dirigentes políticos es proteger a su ciudadanía. Para eso, deben preparar sus países, en tiempos de normalidad, para que sean capaces de actuar frente a las crisis que puedan producirse. Pero Occidente ha evolucionado de una manera en la que esa misión se ha perdido de vista. Ahora los electores exigen que el Estado cueste lo menos caro posible y que el personal político lo administre como una gran empresa. Por consiguiente ya no hay dirigentes políticos occidentales que vean más allá de sus narices. A los hombres como Vladimir Putin o Xi Jinping se les califica de «dictadores» sólo porque tienen una visión estratégica de la función que ocupan, con lo cual representan una escuela de pensamiento que los occidentales creen obsoleta.
Ante una crisis, los dirigentes políticos tienen que actuar. En el caso de los dirigentes occidentales resulta que ahora se ven ante un acontecimiento inesperado. Nunca se prepararon para esto. Fueron electos en base a su habilidad para prometer cosas, no por su presencia de ánimo, ni por su capacidad de análisis de la situación o por su autoridad. Muchos de ellos son humanamente individuos que representan a sus electores sin reunir ninguna de esas cualidades, así que toman las medidas más radicales sólo para que no se les acuse de no haber hecho lo suficiente.
Esos dirigentes encontraron un experto, el profesor Neil Ferguson, del Imperial College of London, que los convenció de que iba a producirse una gran hecatombe, de que habría medio millón de decesos en Francia, todavía más en el Reino Unido y más del doble en Estados Unidos. Pero ese “experto” en estadística acostumbra a profetizar calamidades sin ningún temor a caer en la exageración. Por ejemplo, antes predijo que la gripe aviaria mataría a 65 000 británicos, y los decesos no pasaron de 457 [1]. Ahora Boris Johnson acaba de sacarlo del SAGE [2], pero el mal ya está hecho.
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