El presidente estadounidense Joe Biden desentierra el viejo cuento del «peligro amarillo». China se robaría nuestras patentes, fomentaría la corrupción y destruiría el medioambiente para acabar imponiéndonos por la fuerza su régimen totalitario. Felizmente, Estados Unidos y la OTAN están ahí para proteger la paz y la democracia. Pero ¿cómo explicar la alianza entre Pekín y Moscú? ¿No debería Rusia sentir el mismo temor? No, porque estamos frente a una «alianza de las dictaduras». Cualquiera que recuerde algo de la guerra fría tendría que sentir una inconfundible impresión de déjà vu.
l proyecto chino de las «rutas de la seda» ya es un éxito mundial. A pesar de todas las críticas –supuesta corrupción de las élites locales, endeudamiento de las naciones participantes o graves daños al medioambiente–, los países que se han asociado a las «rutas de la seda» ya registran un fuerte crecimiento.
¿Cómo es posible no sorprenderse de que los programas de ayuda al desarrollo de las potencias occidentales nunca hayan alcanzado tales resultados desde el inicio de la descolonización?
Y sobre todo, ¿cómo es posible no sorprenderse de que, después de haber cantado loas durante décadas a las ventajas y méritos de los intercambios internacionales para todos, Occidente denuncie hoy ese éxito?
Las relaciones entre Occidente y la China del siglo 21 no son una cadena de quid pro-quo sino de repetidas muestras de ignorancia de una sola de las partes. Estados Unidos se niega a entender cómo piensan los chinos y constantemente atribuye a Pekín sus propios defectos.
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