09 julio, 2019

Campos de concentración nazis: base industrial del capitalismo de hoy

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Grandes trasnacionales hoy vigentes se enriquecieron directamente del nazismo. Ahora gobiernos y empresas (como Volkswagen, Siemens o IBM, por sólo mencionar algunas) pretenden borrar una parte de la historia. Hitler y sus similares fueron un producto capitalista que, enfrentado a otros sistemas también capitalistas, buscó llevar al extremo los métodos de explotación y concentración de la riqueza

El 27 enero pasado en Italia se ha conmemorado el denominado Día de la Memoria, una forma hipócrita y cínica de limpiarse la conciencia por parte de quien ha cometido y sigue cometiendo crímenes de lesa humanidad en nombre del capital. Con esa proclamación se envía al imaginario colectivo unas cuantas fórmulas abstractas. Lo único que se busca es que nuestros cerebros, recuerden, “tengan memoria”, pero no entiendan lo que ha pasado. Nos dicen que es importante no olvidar. Se trata de una actitud tan “genuina”, como la de una sociedad “protectora de los animales”, como decía Antonio Gramsci en sus Cuadernos. Miles de personas participaron en la jornada. No tenemos nada contra las más nobles intenciones que pueden estar atrás a esta participación masiva; pero a un día de memoria, preferimos una vida de comprensión.
Frente a muchos discursos conmovedores, preferimos hacer unas preguntas directas: ¿Quién quería los campos de concentración? ¿Cuáles fueron las causas? ¿Qué razones económicas terminaron para crear la razón sicológica?
Si la respuesta es la “banalidad del mal”, deberían explicarnos por qué esta “banalidad” se pudo generar con tanta violencia en la mitad del siglo pasado y en Europa. Si aceptamos las tesis de la “banalidad del mal”, nos quedaremos desarmados frente al fenómeno por el cual, por definición, no tendría ni soluciones ni explicaciones algunas.
Hay quien explica también que la existencia de los campos de concentración representa el último capítulo de una discriminación secular en la cual fueron sometidos los hebreos. Dejamos a lado el hecho que en los campos de concentración no sólo murieron los hebreos, sino también latinos, gitanos, anarquistas, comunistas, socialistas, homosexuales, eslavos, opositores políticos, discapacitados, etcétera. Pero supongamos que, aunque fuera así como dicen, la cuestión sería que alguien nos debería explicar el porqué de “tan gran” prejuicio religioso haya podido llegar a esos niveles.
El materialista italiano Arturo Labriola solía decir que “las ideas no caen solas desde el cielo”. En este caso, deberíamos decir: las pesadillas no surgen desde el inframundo, sino que surgen en el terreno de la lucha de clase y de los procesos económicos. Y esto sucede a pesar de cual sea la opinión que tiene el hombre, de las motivaciones ideales, éticas, morales, religiosas y en las cuales, dicen, se mueven sus propias acciones.
A nosotros no nos interesa cuál era la perversa convicción que movía al sicópata nazi a nivel individual. Quien escribe este artículo no es siquiatra sino historiador. A nosotros no nos interesa cuál era su fin, sino la base social en la cual dichas convenciones se pudieron desarrollar. Ya que, si lo pensamos, las causas y los efectos parecen invertidas. Los campos de concentración no surgen por la presencia de un prejuicio religioso, sino que fueron los prejuicios religiosos y raciales heredados los que proveyeron del pretexto ideológico de un hecho económico y social bien radicado.
El nazismo le creó un programa posible a la burguesía imperialista alemana para, así, lanzar su desafío por el control del mercado mundial. La teorización de una superioridad de la raza aria, así como la un “espacio vital” hacia Oriente, eran sólo las justificaciones criminales y aberrantes de un programa de unificación del mercado europeo bajo el mando del imperialismo alemán.
Para lograr este objetivo se necesitaba de un inmenso esfuerzo militar y productivo que no tenía precedentes. La cuestión no era conquistar militarmente unos cuantos países, sino llevar a cabo una ocupación colonial y permanente de toda Europa y Asia. Hasta ahora, hay una tendencia de pensamiento que nos quieren imponer la idea de que la guerra debe considerarse como un conflicto entre Estados o ejércitos, como si esto fuera únicamente un choque de tipo militar, basado en tácticas, potencias de fuego y calidades de mandos. Pero, en realidad, la superioridad militar nace en el campo de la superioridad productiva. Y antes de volverse militar, la guerra se juega en el terreno de la productividad del trabajo.
Lo que era necesario ante todo era la conquista de la paz social entre fuerzas productivas y, desde ahí, poder explotar sin conflicto la fuerza de trabajo. El primer objetivo del capital alemán y de su brazo armado, el Partido Nacionalsocialista de Hitler, era el de la sumisión total de la organización del trabajo, y de cualquiera expresión organizada y consciente del movimiento obrero y campesino. Subordinados con la violencia a las fuerzas del capital, el trabajador y el desempleado alemán tenían que canalizar su propio odio de clase hacia un enemigo externo. Así nace la mal llamada “comunión de intereses” del patrón y del obrero alemán reunidos bajo el concepto de la “raza aria”, base ideológica de la pax romana nazi, y que tenía que reflejarse en la asunción de un enemigo común.

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