Dentro de muy poco tiempo - bastante más corto del que ellos se imaginaban - los habitantes de los asentamientos podrán regresar a la patria. En otras palabras, al lugar donde finalmente se sentirán en casa.
Será un país hecho según su visión. Un lugar donde la Halajá es la ley; los rabinos sus jueces y los policías sus sirvientes. Un Estado judío propio. Ya no necesitarán el disfraz de redentores de la tierra, de renovadores de la empresa sionista o de guardianes de las fronteras ante posibles amenazas invasoras. Ellos habrán de completar la conquista de Israel.
Por lo tanto, debemos ponernos de pie y quitarnos el sombrero ante esa minoría exiliada que reside en rocosas colinas y en viviendas subvencionadas por nuestros impuestos - mientras jóvenes de todo el país se manifiestan en carpas para poder alquilar departamentos a precios accesibles -, y que desde su lugar de exilio supo inclinar a la Madre Patria a su voluntad, dándole su imagen, determinando sus leyes, sus presupuestos, su política exterior, y restringiendo fundamentalmente la capacidad de acción de sus ciudadanos con el alambre de púas de su fanatismo.
Israel avanza hacia un estado donde la minoría ejerce el control sobre la mayoría, requisito esencial para moverse al ritmo de un grupo dominante y poderoso. Un grupo cuyos miembros pretenden que sus delirantes valores sean considerados como ejes centrales. Un grupo encargado de darle a la nación entera la imagen de un nuevo becerro de oro al cual sirven como sacerdotes. ¿En qué otro país democrático una minoría del 5 por ciento es capaz de determinar el estilo de vida de 7 millones de ciudadanos?
Los hechos decisivos que llevaron al establecimiento de su idea de estado pueden rastrearse a lo largo de 44 años de pretextos y excusas. Algunos de ellos aún perviven arrinconados entre el polvo y el olvido, como esas huellas que guían la curiosidad de los arqueólogos políticos; otros aún están frescos y relucientes, tales como la ley del boicot, la ley de la Nakba o la ley de lealtad, y pronto se convertirán en hábito y norma de conducta, como si a priori no existiera otra vida posible. La democracia será entonces sólo un "dolor pasajero".
La misión de los asentamientos supo camuflarse diestramente. "Sólo algunas horas más de oración en la Cueva de los Patriarcas", nos decían. "Sólo déjenos limpiar el sitio de la sinagoga en Hebrón; sólo un pequeño y acogedor barrio en Kiryat Arba; sólo un leve aumento en la población que incluya el crecimiento natural; sólo una carretera privada de acceso". Y tal como en un ejercicio militar, el “enemigo” - gobiernos, parlamentarios de centro-izquierda, movimientos de paz - terminó comprando todos esos cuentos como si se trataran del verdadero plan.
En apariencia, lo único que le interesaba a su dirigencia era “solamente” aumentar su número y el tamaño del área destinada a ellos. Así fue como se las arreglaron para convencer a sus oponentes, haciéndolos cautivos de esa creencia, de que la disputa era trivial y que la discusión giraba sólo en torno a la cantidad de viviendas. Porque mientras el eje del asunto fuera la construcción, nadie prestaría atención a la verdadera ocupación que estaban planeando: la conquista total del Estado de Israel.
Ahora ya no les importa quitarse el disfraz. Una casa más o menos en Ofrá, Elón Moré o Kfar Tapuaj ya no son importantes. De cualquier forma se van a construir. Lo que interesa actualmente es hacer de esa diáspora israelí la patria toda; liberar la nación de los arrogantes intrusos que aún permanecemos en ella. La Madre Patria debe convertirse en un estado satélite.
Hace muchos años atrás podíamos imaginar la respuesta de la gran mayoría de los israelíes si la diáspora judía hubiese pretendido decirle al gobierno israelí cómo actuar, qué política seguir y cuáles valores adoptar. Pero los judíos del mundo no se atrevían a inmiscuirse en tales asuntos. En cambio, sentían orgullo de los héroes encargados de la defensa del único refugio netamente judío.
Desgraciadamente, los valores de ese estado ya no se corresponden con los de aquel judaísmo; el sueño de sus pioneros dejó de ser su sueño. De modo que la vieja diáspora judía dio paso a otra nueva: militar y despótica, la que dicta desde no muy lejos, apenas unos pocos kilómetros, pero desde el fondo del abismo, el nuevo orden de prioridades del Estado de Israel.
Esos son los valores que se importan a Israel desde los territorios; los que reciben el amparo de las nuevas leyes. Porque en los asentamientos no hay necesidad de ley de boicot, ni de ley de la Nakba, ni siquiera de una Corte Suprema. Tampoco la ley de fidelidad tiene allí relevancia. Somos nosotros, los ciudadanos de Israel, quienes estamos obligados a jurar lealtad a sus habitantes y no al revés.
Israel está haciendo realidad el verdadero sueño de los asentamientos: ¡Patria o Muerte! Y, si es necesario, suicidarse también por su causa.
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