Por Claudia Rafael
(APe).- La pena de muerte de hecho es un destino cierto para una enorme franja de la juventud. Hay una sanción punitiva desde el mundo adulto y desde las instituciones forjadas y sostenidas por ese mundo adulto hacia los gérmenes de rebelión. Para los pibes que asoman desde el barro más profundo, desde las prisiones sin techo ni reja palpable, e irrumpen en las calles de los incluidos. Para las pibas devoradas por los escuadrones sociales de la perversidad. Son Nadia, Luna, Matías, Rodrigo, Anahí, Luciano, Lara, Juana, Rosalía… Hacia ellos hay una cruel prodigalidad de martirios que demasiadas veces termina en la muerte. La desesperación y la desesperanza se hermanan en el cuerpo niño sin horizontes. Y van formateando figuras que saborean desde la infancia más frágil el gusto amargo de la hiel.
Los estados dibujan los cercos. Marcan el límite que no pueden sobrepasar. Y los constriñen a territorios hacinados y precarios. Donde la esquina es la patria y desde allí se envalentonarán para romper los círculos del suplicio. Porque el futuro es una quimera inexistente. Un país a cuyo banquete no fueron invitados. Y ni siquiera pueden preguntarse, como Víctor Hugo en Los cantos del crepúsculo, ¿de qué estará hecho el mañana? porque el mañana no es un tiempo asequible.
Los pibes caen en las garras de los robocops que practican tiro al blanco con sus cuerpos. En una producción en serie de cadáveres. O los visten de soldados parias que sirven al poder de estados paralelos. Dejan olvidada la vida en un zanjón mientras aspiran los polvos con que los riega el capitalismo. O en una balacera en la que pujan contra sus propios pares por un pedazo más de territorio.
Las pibas caen en las garras de los sicarios sociales. Que lanzan, de una en una, una moralización de los cuerpos. Aleccionan sexualidades. Formatean libertades. Hostigan a quien rompe, a su manera, con las pesadas cadenas del conservadorismo patriarcal. Acechan a quien se atreve a gritar, como Prevert, soy como soy, así estoy hecha…
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