Esta semana publicamos un reportaje sobre pueblos y ciudades de México que han tomado las riendas del gobierno ante los índices de delitos y corrupción. Aquí te ofrecemos más datos al respecto, te contamos cómo fue nuestra experiencia cuando visitamos cada uno de esos lugares el año pasado y presentamos nuestra opinión sobre qué lecciones ofrecen para el resto de México y el mundo.
Esta primera de tres partes también fue publicada en nuestro boletín de The Interpreter, al que puedes suscribirte aquí. Escríbenos con comentarios a interpreter@nytimes.com.
Llegamos a Monterrey, una pudiente ciudad comercial de México, con muchas preguntas. Sin embargo, insistimos en una en particular porque no podíamos creer la respuesta que nos daban tantas personas.
¿En realidad les parece bien que los líderes empresariales locales tomen control de la policía?
Hicimos esta pregunta a pobres y ricos por igual. La hicimos en oficinas corporativas y centros comunitarios. La hicimos a activistas y funcionarios de gobierno. Se la hicimos a un hombre a quien unos criminales habían obligado a abandonar su casa. Se la hicimos a una monja.
Intentamos explicar nuestra incredulidad. Si los principales empresarios de, digamos, Washington, tomaran el control de las agencias locales de la policía, reformaran las prácticas de esa institución desde las esferas más altas hasta los rangos más bajos y pagaran los salarios y la vivienda de los policías, importaría poco si con eso disminuyera el índice de delincuencia; la situación sería incómoda y criticada si los directores de las empresas aeroespaciales y de defensa locales coordinaran de facto la seguridad pública.La respuesta, usualmente acompañada de expresiones de fastidio por nuestra insistencia, siempre fue un sí.
Armando Torjes, un activista comunitario del vecindario de clase trabajadora Guadalupe, fue quien mejor nos pudo explicar la situación. A nadie le preocupa que los empresarios actúen como políticos porque, según señaló, el problema real es que los políticos se comportan como empresarios.
“No es que los empresarios sean malos; el problema es que reciben todos los privilegios. Deberían hacer algo para retribuir”, nos dijo mientras su madre, quien también es activista, nos servía una limonada en la sala de su casa.
“Tenemos una clase política que olvida por completo para qué está ahí. De repente, lo único que les importa es hacer negocios”, se lamentó, haciendo referencia a la corrupción política que persiste en todos los niveles.
Estando ahí empezamos a ver a qué se refería. La actividad delictiva no era el único problema de Monterrey; había un desmoronamiento institucional en prácticamente todos los niveles del gobierno que permitió que la corrupción fuera la norma, incluso entre sus policías que recurrían a golpizas y extorsiones de los ciudadanos casi con el mismo descaro que los grupos de delincuencia organizada.
Para resolver el problema delictivo era necesario remediar la corrupción y, para lograrlo, era necesario componer el sistema público.
A esa misma conclusión llegaron los principales empresarios de Monterrey. Pero su método, en vez de hacerle arreglos al sistema público, fue hacer al Estado de lado.
Jorge Tello, exdirector de la agencia de inteligencia de México, nos recibió en el club privado al que pertenece, frente al palacio municipal, para contarnos cómo sucedió.
“La primera reunión que recuerdo fue con el gobernador en la oficina de Lorenzo”, relató Tello. Se refería a Lorenzo Zambrano, el director ejecutivo de Cemex y líder no oficial de la comunidad empresarial de Monterrey hasta su muerte en 2014.
Los cárteles del narcotráfico, tras años de asolar a las comunidades más pobres, habían comenzado a poner la mira en las personas más acaudaladas, que ahora se sentían más en peligro.
“El gobernador nos dijo: ‘Tienen que ayudarme. No puedo hacerlo solo’”, explicó Tello. Fue una admisión tácita de la impotencia del Estado.
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